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Traducción: Juan G. de Luaces
Prescindamos de la muy prolija comparación de la
vida solitaria con la activa. En cuanto a la elevada frase que encubre
la ambición y la avaricia, y que reza: "No hemos nacido para nosotros
mismos, sino para los demás", miremos resueltamente a algunos de los que
están en la danza y veamos si, por el contrario, los oficios, cargos y
demás agitaciones del mundo no se buscan más bien por provecho
particular. Los malos medios que hoy se usan para medrar muestra bien
que el fin no es respetable. Vayamos, pues, a la ambición. Ella es la
que nos hace amar la soledad, pues ¿qué rehuye tanto como a la sociedad?
¿Qué busca tanto como sus fracasos los dioses? En todas las cosas puede
hallarse bien y mal. No obstante, si aciertan Bías diciendo que "Lo
peor es lo que más abunda", y la Santa Escritura afirmando que "Entre
mil no se halla uno bueno"
Escasos son los buenos; difícilmente se hallarían tantos como la puertas de Tebas o las bocas del Nilo (1).
El contagio, estando entre la
multitud, es por demás peligroso. Menester es, si se vive entre la
gente, odiar a los viciosos o imitarlos. Ambas cosas son arriesgadas:
imitarlos, por lo muy viciosos que son, y odiarlos, porque todos no son
iguales. Los mercaderes que se embarcan hacen bien en procurar que sus
compañeros de viaje no sean disolutos, blasfemos y malvados, y no yerran
juzgando aciaga semejante sociedad. Bías dijo jocosamente, cuando, en
un gran peligro y temporal, quienes iban con él impetraron ayuda a los
dioses: "Callad, no vaya a ser que se sepa en el cielo que vais aquí
conmigo". Alburquerque, virrey de Manuel de Portugal en la India,
hallándose en el mar en un extremo peligroso, puso sobre sus hombros a
un muchachito para que, en el riesgo, le sirviese la inocencia del rapaz
para salvaguardia y recomendación ante el favor divino. El sabio puede
vivir contento, e incluso solo, aun si está en la turbamulta de un
palacio; mas si ha de elegir huirá, como la doctrina aconseja, hasta de
ver palacio alguno. No sólo debe deshacerse de los vicios, sino rechazar
los de otros. Carondas castigaba como malos a los que frecuentaban
malas compañías. Nada haya la vez tan disociable y tan sociable como el
hombre, y de ello lo primero se debe a vicios y lo otro a la naturaleza.
No creo que Antístenes acertara contestando así a quien le reprochaba
su trato con los perversos: "Los médicos viven bien entre los enfermos".
Verdad es que los médicos sirven para la salud de los dolientes, pero
ellos se perjudican con el contagio, vista continua y práctica de las
enfermedades.
Yo creo que el fin de todos es vivir
descansadamente y a gusto, pero entiendo que no siempre buscamos bien el
camino. A menudo se piensa haber abandonado los negocios cuando no se
ha hecho más que cambiarlos, porque no hay a veces menos tormento en el
gobierno de una familia que en el de un Estado entero. No por ser las
ocupaciones domésticas menos importantes dejan de ser igualmente
importunas. Y por ende, con deshacernos de la Corte y sus tratos no nos
deshacemos de las principales torturas de nuestra vida.
La razón y la prudencia y no esos bellos lugares,
Que los mares dominan, son los que curan nuestro disgusto. (2)
La ambición, la avaricia, la irresolución, el miedo y las concupiscencias no nos abandonan porque cambiemos de país:
A nuestra grupa cabalga nuestro pesar. (3)
En efecto: esos males nos siguen con frecuencia
incluso hasta el claustro y las escuelas de filosofía; y ni desiertos,
ni cavadas rocas, ni ayunos nos libran de ellos.
Queda el dardo mortal prendido al flanco. (4)
Díjose a Sócrates que cierta
persona no se había enmendado en un viaje que hiciera. "Lo creo -repuso
el filósofo -. ¿Acaso no se había llevado a sí mismo consigo?"
¿Por qué buscar ajenas tierras caldeadas por otro sol? ¿Basta exilarse de la patria para huir de uno mismo? (5)
Si primero no se descarga el alma del peso que la
oprime, el traslado no hará más que empeorar las molestias que el peso
causa, de igual modo que en un barco estorba menos la carga cuando está
bien acomodada y fija. Empeórase al enfermo si se le hace cambiar de
postura; lo malo es peor removerlo; y los palos clavados en tierra se
hunden y afirman más a mayor zarandeo y golpeamiento. No basta alejarse
de las gentes ni cambiar de lugar, sino que hay que quitarse las
condiciones vulgares que tenemos en nosotros, secuestrándonos, por
decirlo así, a nosotros mismos para encontrarnos de nuevo.
Dices que has roto tus vínculos. Mas el perro que tras largos forcejeos se suelta, arrastra consigo parte de su larga cadena.(6)
Siempre llevamos nuestros hierros
con nosotros mismos. Nunca hallamos libertad entera, porque volvemos la
vista a lo que hemos dejado, de ello tenemos el ánimo lleno:
Si no tenemos purificado el ánimo, ¿cuántos
combates internos no hemos de sostener, y cuántos peligros no hemos de
vencer? ¿Qué cuidados. temores e inquietudes no desgarran al hombre que
es presa de sus pasiones? ¿Qué estragos no producen en el alma el
orgullo, la disolución, el arrebato, el lujo, la desidia? (7)
Nuestro mal está en el alma y no puede evadirse de ella.
In culpa est animus' qui se non effugit unquam (8)
Por eso hemos de recogernos en nuestra alma; que
tal es la verdadera soledad y la que cabe gozar incluso en medio de las
ciudades y las Cortes regias, si bien en el aislamiento se goza mejor.
Mas, si resolvemos vivir solos y sin compañía, hagamos que nuestro
contento dependa de nosotros mismos, desatemos los lazos que nos unen a
los demás y adquiramos el poder de vivir conscientemente solos y a
nuestra manera.
Escapó Estilpón de la ruina de su ciudad, donde
perdió mujer, hijos y fortuna; y viéndole en tan grande aflicción de su
patria, y sin traza alguna de horror, le preguntó Demetrio Poliorcetes
si no había sufrido daños, a lo que contestó el otro que, gracias a
Dios, nada que fuera suyo había perdido. Por lo mismo decía jocosamente
el filósofo Antístenes que el hombre debiera proveerse de mercancías que
flotasen en el agua y se salvaran con él en caso de naufragio. En
verdad la persona de entendimiento, no ha perdido nada mientras no se
pierde a sí mismo. Cuando los bárbaros arruinaron la ciudad de Nola,
Paulino, obispo de la misma, habiéndolo perdido todo y estando cautivo,
oró así a Dios: "Guárdame, Señor, de sentir esta perdida, porque bien
sabes que nada mío ha sido afectado". Y, en efecto, los tesoros que le
enriquecían y los bienes que le hacían bueno seguían en su persona. Por
eso conviene elegir riquezas que puedan librarse de daño y ocultarlas en
lugares donde nadie las descubra y por nadie sino por nosotros mismos
puedan ser delatadas. Quien pueda debe tener mujer, hijos y bienes, pero
sin aficionarse tanto a ellos que su felicidad de ellos sólo dependa.
Siempre conviene tener una estancia, secreta y propia, en la que
establezcamos nuestra verdadera libertad y nuestra principal soledad y
retiro. Allí es donde debemos ordinariamente platicar con nosotros
mismos, haciendo ese lugar tan privado que ningún conocimiento ni
amistad extraña penetre. Y allí hemos de discurrir y regocijarnos, sin
mujer, sin hijos, sin bienes, sin pompas, sin criados; y de ese modo,
cuando perdamos todo eso no nos será novedad pasarnos sin ello. Tenemos
un alma que puede replegarse sobre sí misma y a sí propia hacerse
compañía, poseyendo medios propios de asaltar y defenderse, de recibir y
de dar. En semejante soledad no debemos temer sufrir una ociosidad
enojosa:
Sé en la soledad tu propio mundo (9)
La virtud se contenta consigo sola,
sin disciplinas, palabras ni afectos. De nuestras acciones
acostumbradas no hay entre mil una que nos concierna. Aquel que vemos,
con la cara contraída, escalando las ruinas de una muralla, furioso y
fuera de sí, frente a tantos arcabuzazos; y aquel otro cubierto de
cicatrices, frío y hambre, ¿acaso se hallan en esa extremidad por sí
mismos? No, sino por alguien a quien quizá no conocieron nunca y que no
se inquieta de nada de lo que ellos hacen, estando sumido entre tanto en
ocio y deleites. Y ese que divisamos, todo legañoso y mugriento, salir a
medianoche de sus estudios, ¿pensaís que estudia para hacerse hombre de
bien y para vivir con más sabiduría y satisfacción? Nada de eso. Antes
se ocupa en enseñar a la posteridad la medida de los versos de Plauto o
la verdadera ortografía de un vocablo latino, así le cueste la vida.
¿Quién no cambia con gusto la salud, el reposo y la vida por la
reputación y la gloria, que es la más inútil, vana y falsa moneda que
usamos? Por si nuestra muerte no nos asusta bastante, aun nos cargamos
con el miedo de las de nuestra mujer, hijos y sirvientes; y por si
nuestros asuntos no nos dan bastantes enojos, todavía nos metemos en los
de nuestros amigos.
¿Es posible que el hombre entre en ánimo de amar a otras cosas más que a sí mismo? (10)
Paréceme la soledad. más propia para aquellos que
dieron al mundo sus años más activos y floridos, a ejemplo de Tales.
Luego de vivir bastante para los demás, vivamos para nosotros y a
nosotros refiramos, cómodamente, nuestros pensamientos e intenciones. No
es cosa liviana el mero hecho de retirarse, que esto de por sí harto
nos afana sin necesidad de a ello mezclar otros empeños. Pues Dios nos
da lugar de disponer nuestro retiro, preparémonos a él, hagamos el
equipaje, despidámonos pronto y apartémonos de las violentas turbaciones
que nos ligan por todas partes y nos alejan de nosotros mismos.
Es preciso desvinculamos de esas tan fuertes
obligaciones y, aunque amando tal o cual cosa, no debemos comprometernos
más que con nosotros mismos. Bien está que haya otros seres afectos a
nuestras personas, pero no tanto que no podamos desprendernos de ellos
sin arrancarnos la piel. La cosa mejor del mundo consiste en saber ser
uno mismo lo que es. Cuando nada podemos aportar a la sociedad es hora
de apartarnos de ella. Quien no pueda prestar, no pida prestado. Si nos
faltan las fuerzas, retirémonos de refriegas y encerrémonos en nosotros
mismos. Quien pueda confundir en sí los oficios de la amistad y la
compañía, que lo haga. Quien se torne inútil, pesado e importuno a los
otros, procure no ser lo mismo consigo mismo. Haláguese, y sobre todo
domínese, respetando y temiendo su razón y conciencia, de tal modo que
pueda, sin vergüenza, presentarse ante ella. Es cosa rara encontrar quien se respete suficientemente a sí mismo
(Quintiliano, X, 7). Sócrates dice que los jóvenes deben hacerse
instruir; los hombres ejercitarse en obrar bien; los viejos retirarse de
toda ocupación civil y militar, viviendo a su discreción, sin
obligación a ningún deber cierto. Hay caracteres más propios que otros
para esos preceptos del retiro. Los de inteligencia blanda y floja y
afección y voluntad delicadas (y yo, por natural condición y discurso,
soy de éstos), se someten mejor a tal consejo que las almas activas y
ocupadas que lo abarcan todo, se empeñan en todo, se apasionan de todo,
se ofrecen, se presentan y se dan en todas las ocasiones. Hemos de
servirnos de las ventajas accidentales y externas a nosotros mientras
nos son gratas, pero sin convertirlas en nuestro principal fundamento,
porque esto ni la razón ni la naturaleza lo quieren. ¿Por qué, contra
razón y natura, hemos de trabajar de continuo en bien de la potencia
ajena? Por otra parte, anticipar los accidentes de la fortuna y privarse
de las comodidades que tenemos a mano, como algunos han hecho por
devoción y ciertos filósofos por discurso; servirse uno mismo; acostarse
en el suelo; sacarse los ojos; arrojar las propias riquezas al río;
buscar el dolor; y todo ello a fin de, con el tormento de esta vida,
adquirir la bienaventuranza en otra (lo que viene a ser como ponerse en
el más bajo peldaño de la escalera, por temor a mayor caída), es efecto
de un exceso de virtud. Las naturalezas más recias y fuertes saben hacer
su modestia gloriosa y ejemplar:
Cuando no puedo tener cosa mejor,
sé contentarme con poco y alabo la apacible mediocridad:
y si mi suerte próspera,
digo que no son sabios y felices
sino aquellos cuyas rentas se fundan en buenas tierras. (11)
Con esto bástame, sin ir más allá. Tengo
suficiente, durante el favor de la fortuna, con prepararme a su
disfavor; y con representarme, cuando estoy bien, un porvenir malo, y
aun tan malo como pueda idearlo la imaginación. De igual modo, en plena
paz, fingimos y nos habituamos a la guerra en torneos y justas. No
estimo más a Arcesilao, el menos austero de los filósofos, porque
hubiera usado vajillas de plata y oro, pues que la condición de su
fortuna se lo permitía; pero, viéndole usarlas moderada y liberalmente,
aprecióle más que si no las hubiese tenido. Veo hasta qué límites va la
necesidad natural, y cuando miro que el mendigo que pide a mi puerta
está a veces más alegre y sano que yo, póngame en su lugar y trato de
ajustar mi alma a su medida. Por tanto, aunque piense tener la
enfermedad, la pobreza, el desprecio y la muerte a mis talones, resuelvo
no espantarme de aquello de lo que uno menos que yo no se espanta, y no
su pongo que la pequeñez del entendimiento pueda más que el vigor del
mismo, o que los efectos del discurso no logren igualar a los de la
costumbre. y sabiendo cuán poco importan las accesorias comodidades, no
dejo de rogar a Dios, con todo mi ahínco, que me haga contento de mí
mismo y de los bienes dimanados de mí. Conozco jóvenes gallardos que
guardan en sus cofres píldoras con que precaverse del futuro reuma, al
que temen menos desde que piensan poseer el remedio a mano. Así debe
hacerse, y también, si a peor dolencia se está sometido, acaparar
medicamentos que adormezcan y calmen la parte afectada.
La ocupación que en una vida de retiro debe
elegirse no ha de ser trabajosa ni enojosa, pues de lo contrario nulo
sería ir a buscar en ella descanso. Lo que se escoja dependerá del gusto
particular de cada uno. El mío no se acomoda a cosas manuales, mas
quienes las amen deben practicarlas con moderación:
Procuren dominar las cosas y no ser dominados por ellas (12)
No siendo así, los oficios manuales degeneran en
serviles, como dice Salustio. Hay actividades, entre esas, más
excusables, como la jardinería, que Jenofonte atribuye a Ciro. Cabe
encontrar un medio entre el cuidado mecánico, bajo y vil, a que algunos
hombres se entregan, y la profunda y extrema indiferencia, que todo lo
deja caer en abandono, que en otros se ve.
Acudían los corderos a comer las mieses de
Demócrii tras el ánimo de éste, desprendiéndose de su cuerpo, flotaba en
el espacio. (13)
Oigamos el consejo que Plinio el Joven da a
Cornelio Rufo, su amigo, a propósito de la soledad: "Te aconsejo que en
ese ubérrimo y fecundo retiro en que estás cedas a tus gentes el bajo y
abyecto cuidado de las cosas manuales y te dediques al estudio de las
letras, para obtener algo que sea enteramente tuyo". Así entendía él la
fama, y semejante al suyo es el sentir de Cicerón, que dice querer
emplear su soledad y descanso de la cosa pública para adquirir con sus
escritos vida inmortal.
Vuestro saber
no es nada si se ignora que lo tenéis (14)
Parece razonable, ya que se trata
de retirarse del mundo, que uno mire fuera de él. Mas los otros primeros
que dije sólo lo hacen a medias; éstos arreglan bien los casos para
cuando no estarán ya en él; el fruto de su designio pretenden aún,
ausentes, sacarlo del mundo, incurriendo así en una ridícula
contradicción.
Más sana es la idea de quienes, por devoción,
buscan la soledad y llenan su ánimo de la certeza de las promesas
divinas en la otra vida. Éstos buscan a Dios, objeto infinito en bondad y
potencia. El alma tiene así con qué saciar sus deseos en plena
libertad. Las aflicciones y dolores les aprovechan y los emplean en
adquirir una salud y goce eternos; la muerte es el paso a un estado
perfecto; la aspereza de sus reglas se suaviza, con la costumbre; y los
apetitos carnales se embotan y adormecen al no ser satisfechos, ya que
nada los estimula más que el uso y ejercicio. Este fin de una vida
dichosa e inmortal merece en verdad el abandono de las comodidades y
dulzuras de esta vida nuestra; y quien puede envolver su alma en el
ardor de esa viva fe y esperanza, de modo real y constante, se forma en
la soledad una existencia voluptuosa y deliciosa que rebasa toda otra
clase de vida. Mas, fuera de esto, digo que ni el fin ni el medio del
consejo que trato me contentan, porque seguirlo es siempre caer de
fiebre en calentura. La ocupación literaria es tan penosa como otra
cualquiera y por lo tanto enemiga de la salud, a la que debe darse
principal consideración. y no hay que dejarse engañar del placer que el
escribir procura, porque es el mismo placer que pierde al avariento, al
voluptuoso y al ambicioso. Los sabios nos enseñan a guardarnos de la
traición de nuestros apetitos, ya discernir los placeres verdaderos y
enteros de los que están mezclados de dolor. Porque dicen que los
placeres, en su mayor parte, nos halagan y besan para estrangularnos,
como los ladrones que los egipcios llamaban filetas. Si el
dolor de cabeza viniese antes de beber, no nos embriagaríamos, pero la
voluptuosidad, para burlarnos, se adelanta a sus consecuencias. Gratos
son los libros, mas si nos cuestan la salud y la alegría, que son las
cosas que más valen, dejémoslos, pues yo soy de los que opinan que el
fruto de las letras no contrapesa esa pérdida. Así como quienes llevan
largo tiempo adolecidos de alguna indisposición se ajustan al régimen
que les marca el médico, así quien se retira, disgustado de la vida
común, debe formar su retiro según las reglas de la razón, ordenándolo y
disponiéndolo con premeditación y discurso. Ha de despedirse de todo
trabajo, so cualquier aspecto que se le presente, huir de las pasiones
que quitan la tranquilidad corporal y elegir el camino más apropiado a
sus inclinaciones, o sea:
Unusquísque sua noverít íre vía (15)
En las tareas manuales, en el estudio, la caza y
cualquier otro ejercicio, ha de llegarse a los límites extremos del
placer y no pasar más adelante en cuanto empiece a mezclarse pena al
agrado. No hemos de atarearnos y ocuparnos más que lo preciso para
mantenernos y para garantizarnos de los inconvenientes que produce una
ociosidad laxa y embotada. Hay ciencias estériles y espinosas, forjadas
en su mayor parte para el vulgo; y éstas deben dejarse a quienes están
al servicio del mundo. Por mi parte sólo gusto de los libros placenteros
y fáciles, que me halagan, o de los que me consuelan y me dan reglas
para mi vida y mi muerte.
Mientras silencioso paseo por los bosques,
Ocupándome de cuanto es digno del bueno (16)
Pueden los sabios crearse un reposo
espiritual completo, pues que poseen un alma fuerte y vigorosa; mas yo,
que la tepgo común, debo ayudarme con las comodidades corporales. Como
la edad me ha quitado las que más alegraban mi fantasía, he aguzado mi
apetito, acostumbrándolo a las que son más adecuadas a mis años
presentes. Debemos conservar, con uñas y dientes, el uso de los placeres
de la vida, que los años nos arrancan uno tras otro.
Gocemos, que sólo nuestros son los días que nos consagramos al placer.
Pronto serás ceniza, sombra y recuerdo. (17)
El fin de la gloria que Plinio y
Cicerón nos proponen está muy lejos de mis cálculos. La ambición es lo
más opuesto al retiro, porque la gloria y el reposo no caben en el mismo
lugar. Así, veo que quienes de tal modo hablan, sólo tienen los
miembros fuera de la multitud, mientras su alma e intención continúan en
ella, y más que nunca
¿No trabajas, viejo sin seso, más que para divertir los ajenos ocios?
Sólo han retrocedido para saltar
mejor y, con más vivo movimiento, hacer más brechas en la turba. Si
queréis verlo, comparemos los criterios de dos filósofos, de sectas muy
diferentes, cuando escribían a sus respectivos amigos Ido meneo y
Lucilio, persuadiéndoles de que dejasen los asuntos públicos y se
retiraran a soledad. Éstas eran sus palabras: Habéis vivido hasta ahora
flotando y nadando: venid a morir a puerto. Disteis lo demás de vuestra
vida a la luz: dad esta parte a la sombra. Imposible es dejar las
ocupaciones si no dejáis su fruto: y por lo tanto deshaceros de toda
preocupación de nombre y gloria, no vaya a ser que el fulgor de vuestras
pasadas acciones os alumbre en exceso y os siga hasta vuestro retiro.
Dejad con las otras voluptuosidades la que dimana de la aprobación
ajena, y no os inquietéis de vuestra capacidad y ciencia, que no perderá
su efecto porque la uséis mejor. Acordaos de aquel a quien preguntaron
por qué se afanaba tanto en un arte que sólo podía llegar a conocimiento
de pocas gentes, y respondió: "Me basta con pocas, con una y hasta con
ninguna". Tenía razón. Cada uno con un compañero halla bastante
espectáculo mutuo, y aun uno solo se basta si es compañero para sí. Por
tanto, que el pueblo os sea uno, y vosotros solos el pueblo. Vana
ambición es querer sacar gloria del retiro y la holganza, y mejor sería
hacer como los animales, que borran sus huellas a la entrada de su
cubil. Ya no habéis de buscar que el mundo hable de vosotros, sino ver
cómo os conviene hablaros a vosotros mismos. Retiraos en vuestro
interior, mas preparaos primero a recibiros, porque sería locura que a
vosotros mismos os fiaseis si no os supieseis gobernar. Cabe fracasar en
la soledad como en la compañía. Hasta que no hayáis avanzado tanto que
no oséis claudicar, y hasta que no tengáis respeto y vergüenza de
vosotros mismos, llenaos el ánimo de imágenes honestas (Cic.,
Tusc. Q., II, 22) y guardad en la memoria a Catón, Focio y Arístides.
Porque en presencia de éstos, hasta los locos ocultarían sus faltas.
Hacedles, pues, reguladores de todas vuestras intenciones. Si éstas se
desvían, el respeto de aquellos hombres os pondrá en vereda y os hará
contentaros con vosotros mismos, no pedir cosa alguna más que a
vosotros, y afincar y detener vuestra alma, en ciertas y limitadas
meditaciones apropiadas para complacerla. Y en comprendiendo los
verdaderos bienes, que se gozan a medida que se entienden, contentaos
con ellos, sin deseo de prolongar vuestra vida y nombre.
Tal es el consejo de la auténtica y sincera
filosofía, no de una filosofía ostentosa y parlera, como la de los dos
primeros que cité.
(*) Michel Eyquem de Montaigne nace en 1533 en el
castillo de Montaigne, Périgord, y muere en Burdeos en 1592. Hijo de
unos ricos comerciantes que, gracias a su dinero, se habían convertido
en nobles, recibió una educación humanista -hablaba latín a muy temprana
edad- y estudió derecho, entrando posteriormente en la magistratura.
Fue consejero del Parlamento de Perigueux y el de Burdeos, cargo este
último al que renunció en 1570 para dedicarse al estudio y a la
escritura, aunque continuaría con actividades de índole política, como,
por ejemplo, la alcaldía de Burdeos (1581 y 1583). Su obra maestra son
sus ensayos, comenzados en 1571 y cuya edición definitiva en tres
volúmenes, preparada por Mlle. De Gournay y Pierre de Brach, data de
1595. Sin plan ni método, oscilando entre cierto epicureismo y
escepticismo que le era propio, Montaigne lleva a cabo en esta obra una
serie de lúcidas reflexiones acerca de cuanto lee u observa, empezando
por sus propias motivaciones, que han tenido una enorme influencia en el
pensamiento universal y que le confirieron un lugar de honor en la
historia de las letras por su contribución fundamental al género
ensayístico. A través de sus ensayos va decantando un ideal de vida
conforme a la naturaleza que implica la eliminación de la inquietud
producida por la ambición. Estas normas constituyen el ideal moral de
Montaigne y no tienen otro sentido que el de contribuir a la felicidad
individual, que es la única felicidad efectiva y concreta frente a las
pretendidas grandezas y engañosas abstracciones. En su obra se reflejan
los caracteres del subjetivismo y del humanismo renacentista del s. XVI,
unidos a un escepticismo que nace del descubrimiento de la
insignificancia de los seres humanos, que se estiman superiores al resto
de las cosas y olvidan los vínculos que les unen a la naturaleza.
Escribió también un Diario de Viaje que no vio la luz hasta 1774.
Notas
(1) Juvenal, XIII, 24
(2) Horacio, Epístola, I, II, 25
(3) Horacio, Od., III, I, 40
(4) Virgilio, Eneida, IV, 73
(5) Horacio, Od., II, 16, 18
(6) Persio, Sat.,V, 158
(7) Lucrecio, V, 44
(8) Horacio, Epístola, I, 14, 15. El párrafo que lo antecede es la justa traducción.
(9) Tíbulo, IV, 13, 18
(10) Terencio. Adelph., acto I, esc. I, v. 13
(11) Horacio, Epist., I, 15, 42
(12) Horacio, Epíst., I, I, 19
(13) Horacio, Epíst. I, 12, 18
(14) Persio, Sal., I. 23
(15) Propecio, II, 25, 38
(16) Horacio, Epíst., I, 4
(17) Persio, Sat., V, 151
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